Ignacio González Saceda. Licenciado en Historia Antigua por la Universidad Complutense de Madrid
“[...] Al admitir que hay una división natural entre hombres y mujeres, naturalizamos la historia, asumimos que hombres y mujeres siempre han existido y siempre existirán. No sólo naturalizamos la historia sino que también, en consecuencia, naturalizamos los fenómenos sociales que manifiestan nuestra opresión [la de las mujeres], haciendo imposible cualquier cambio” (Wittig 2010, 33).
La identidad masculina se produce por oposición a la feminidad. Así, los dos pilares básicos de la masculinidad serán la paranoia antifemenina y la impenetrabilidad (Cortés 2004, 236). El hombre huye de todas aquellas actitudes y comportamientos “propios” de las mujeres y así es como, tomando esta postura opuesta, la masculinidad es producida. De esta manera, si el espacio femenino es el doméstico, el del hombre será el público; si la mujer es débil el hombre es fuerte; si la mujer es sexual y socialmente pasiva, el hombre es la fuente de la actividad. Huelga decir que esto supone una naturalización de los géneros, puesto que ni el espacio de la mujer es el doméstico ni el del hombre el público como algo asociado al sexo de cada cual. “La ideología se encarga precisamente de eso, de “naturalizar” la realidad social, de convertir la cultura en naturaleza” (Cardete 2004, 3) para justificar en este caso la hegemonía del hombre sobre la mujer:
“Hay que ser conscientes de que la legitimación del poder y la dominación masculina se ha ido realizando durante siglos de la manera más sutil: miles de mecanismos, de actitudes y de lenguajes han sido instrumentos válidos utilizados para conseguir la interiorización por parte de la sociedad de los estereotipos más alienantes. De hecho, numerosos grupos y sectores denostados (mujeres y hombres homosexuales fundamentalmente) por esos mismos modelos han llegado a asumir, inconscientemente, pautas de comportamiento y escalas de valores que perpetúan su propia marginación [...]” (Cortés 2004, 236).
Esta ideología que naturaliza los papeles sexualesse plasma entre otras cosas en el arte. Compárense a continuación las siguientes imágenes:
Tenemos en la primera imagen al atleta que se ata a la frente la cinta del vencedor, y en la segunda una representación de Afrodita correspondiente al siglo II d. C., pero que entronca con el modelo de la Afrodita de Cnido, de Praxíteles, del siglo IV a. C., la primera escultura que representó el desnudo femenino. Las diferencias entre el atleta y Afrodita son notables en cuanto al mensaje simbólico que mandan.
Las actitudes de una y otra son totalmente distintas, aun cuando el porte sea elevado en ambas. El atleta se muestra orgulloso de su cuerpo, y así nos lo transmite, con los brazos hacia fuera, en una pose majestuosa en la que exhibe todo su cuerpo sin ningún signo de rubor. Afrodita, sin embargo, tiene la pose contraria, ocultando sus pechos con un brazo e intentando subirse el vestido con el otro. Afrodita es celosa en cuanto a la exhibición de su cuerpo, mientras que el atleta lo muestra gustoso. Vemos en estas dos esculturas una economía del cuerpo en función del género representado. El hombre tiene licencia para enseñarlo, la mujer, aun cuando se trate de la diosa del amor, la única en ser representada desnuda, siempre tiene una pose ruborosa, avergonzada, y hace el gesto de taparse los pechos o el sexo.
“[...] es en y por el lenguaje (y la imagen) como se ejerce la dominación simbólica, es decir, la definición y la imposición de las percepciones del mundo y de las representaciones socialmente legítimas. Por ello, es el sujeto dominante el que consigue imponer la manera en que se quiere ser percibido, y el individuo dominado el que es pensado y definido por el lenguaje del primero” (Cortés 2004, 14).
Tenemos que tener presente que ambas esculturas, como el resto del arte griego en su conjunto, fueron producidas por hombres, y el mensaje que ambas mandan es un mensaje masculino, en tanto que representan el modo hegemónico de ver el mundo, la cosmovisión masculina. Según esta cosmovisión, el hombre es una construcción natural, mientras que la mujer, como Pandora, es un producto artificial. Por ello, los hombres se representan desnudos y las mujeres vestidas (Sánchez 2005, 29) –a diferencia de otras épocas. Y, tanto es así, que de tan natural que es representar al hombre desnudo, el desnudo masculino se convierte en vestido (Sánchez 2005, 22). El hombre, por muy desnudo que esté, actúa como si estuviera vestido, mientras que con la mujer ocurre al contrario. Y eso lo vemos perfectamente en las imágenes del Diadúmeno y Afrodita. El atleta se comporta con tanta naturalidad que parece que está vestido, mientras que Afrodita, a pesar de tener su sexo tapado por el vestido y cubrir sus pechos con el brazo tiene la actitud púdica de quien es consciente de su desnudez. Observamos, pues, como se construyen las subjetividades masculina y femenina mandando mensajes con valores totalmente distintos para uno y otro sexo.
Las poses nos indican también los valores que esas esculturas encarnan. Así, vemos que el atleta tiene sus brazos extendidos, en actitud “centrífuga”, como si quisiera pretender ser más grande de lo que es, mientras que Afrodita tiene una pose “centrípeta”, con los brazos hacia dentro, queriendo hacerse más pequeña. Esto nos indica que el hombre quiere dominar, o domina, una dimensión más grande que la de su propio cuerpo, quiere abarcar más espacio. La representación del cuerpo masculino se siente cómoda en el ámbito exterior, ajeno a lo doméstico, simbolizando el carácter público del hombre. Mientras que la mujer es representada hacia dentro, como si se cerrase sobre sí misma, incómoda en ese espacio externo, simbolizando su dimensión doméstica y privada. Esto se puede apreciar muy bien también en las siguientes imágenes:
Volvemos a tener a Afrodita, esta vez acosada por el dios Pan, y en la otra imagen a Zeus (quizá Poseidón) en actitud de lanzar el rayo (o tridente). Nótese el espacio que ocupa la escultura de Zeus/Poseidón, con los brazos extendidos y las piernas muy separadas, dominando ese espacio; y el espacio que ocupa Afrodita, que más bien es dominada por el espacio. Vemos muy bien, por tanto, la actitud externa y pública de la representación masculina y la actitud doméstica de la representación femenina. Ambas esculturas representan una situación de violencia, pero sólo vemos esa violencia en el caso del Zeus/Poseidón. Afrodita está forcejeando con Pan para que éste no la viole y se defiende con su zapatilla, pero no muestra ninguna tensión sino, más bien, cierta “mojigatería”. Afrodita se muestra pasiva en su actividad:
“ [...] El ideal para el cuerpo del hombre, incluso en su ausencia, ha sido siempre la acción (demostrada o implícita), y por esta razón uno de los mayores miedos masculinos es el de la pasividad y lo que ello conlleva en cuanto a la pérdida de privilegios y el devenir una mujer” (Cortés 2004, 54).
Aquí entroncamos ya con el siguiente elemento que sustenta la masculinidad, la impenetrabilidad del hombre. En una relación sexual entre un hombre y una mujer, ésta representa una posición pasiva dado que recibe en su vagina el pene del hombre. A partir de ahí, toda pasividad sexual será considerada femenina.
El ano, por tanto, se convierte en una especie de tabú masculino. La subjetividad masculina se auto-construye en torno al pene como centro de actividad, vedando el acceso al ano e, incluso a la boca, como espacios de pasividad. Esto supone una apropiación del cuerpo por parte de la masculinidad para organizarlo de acuerdo con la ideología que le da sustento. Así, el pene es concebido como un espacio sexual y el ano como espacio no sexual. Como el ano no puede ser físicamente eliminado del cuerpo lo que se hace es eliminarlo simbólicamente: prohibir el acceso a él, ocultarlo, estigmatizar aquellos cuerpos que no hayan sabido protegerlo como es debido designándolos como abyectos y sacándolos de la esfera social. El poder tiende a ocultar todo aquello que le puede cuestionar, y al ocultarlo lo silencia, y eso es precisamente lo que hace con el ano: lo silencia; le impide manifestarse públicamente.
Sólo hay que leer las comedias de Aristófanes para darse cuenta de lo que les pasaba a aquellos que no supieron o no quisieron mantener sus anos cerrados: la burla, la risa, el desprecio, la marginación social. Y ello porque:
“[...] El ano es el primer órgano privativo, colocado fuera del campo social, aquél que sirvió de modelo a toda posterior privatización [...]. El ano, como centro de producción de placer (en ese sentido próximo de la boca o de la mano [...]), no tiene género, no es ni masculino ni femenino, produce un cortocircuito en la división sexual, es un centro de pasividad primordial, lugar abyecto por excelencia próximo del detritus y de la mierda, agujero negro universal por el que se cuelan los géneros, los sexos, las identidades, el capital. Occidente dibuja un tubo con dos orificios, una boca emisora de signos públicos y un ano impenetrable, y enrolla en torno a estos una subjetividad masculina y heterosexual que adquiere estatus de cuerpo social privilegiado” (Preciado 2008, 59-60).
Beatriz Preciado define al hombre como alguien impenetrabale y con voz pública, y le califica de cuerpo social privilegiado. Resulta curiosa esta asociación entre voz pública e impenetrabilidad. No se define al hombre como activo, en tanto que portador de un pene, y con voz pública, sino como no pasivo y con voz pública. Algo totalmente distinto, pues en el primer caso el enunciado se construye en torno al pene, mientras que en el segundo se construye en torno al ano. Si la masculinidad potencia que el pene es el configurador de la masculinidad en tanto que centro de producción de la actividad sexual, a lo mejor está desviando la atención del verdadero configurador de esa identidad: el ano. Esto es precisamente lo que dejan traslucir las fuentes: el hombre configurado en torno a un ano cerrado y una boca emisora de voz pública.
Si volvemos a las comedias de Aristófanes de nuevo, veremos que el blanco de los insultos del comediógrafo suele ser siempre un hombre adulto, afeminado y sexualmente pasivo (Calame 2002, 140). El centro de las burlas de Aristófanes es la pasividad encarnada en el ano, de ahí que se asocie siempre al hombre sexualmente pasivo con unas características afeminadas, puesto que la pasividad, sexual y no sexual, es cosa de mujeres. Vemos, pues, que un hombre no es un pene, sino un ano cerrado. Todo aquel que sucumba a la pasividad sexual será socialmente denostado y perderá su masculinidad (anandría), por tanto será considerado una mujer.
En términos reduccionistas, podemos decir que sólo existen cuerpos. Cuerpos penetrables y cuerpos no penetrables. A los cuerpos penetrables se les llama mujeres y a los cuerpos impenetrables se les llama hombres, con independencia de su sexo. Se entiende así perfectamente que Aristófanes considere afeminado a un hombre sexualmente pasivo, pues se trata de un cuerpo penetrable y, como tal, perteneciente al género femenino, al género dominado, al género burlado y despreciado.
Pero, ¿por qué esta anatematización se centra en el ano y no en otras partes del cuerpo? Podemos responder a esto que la producción de la identidad se ha basado siempre en la oposición y la diferencia. En ese sentido, el ano encarna la igualdad absoluta, ya que todo el mundo tiene uno –es lo que algunos autores han denominado la democratización del ano (Sáez y Carrascosa 2011)-. Aunque el ano sea el centro de producción del género, este centro es desviado hacia los genitales, hacia los marcadores visuales de la diferencia. Por ello, toda diferencia corporal y, por extensión, toda diferencia social que tenga una dimensión corporal o una justificación corpórea será siempre frontal. La identidad social nace de la frontalidad.
En este marco social de reprobación de la experiencia anal, el único texto de la Antigüedad que se pregunta por las causas del placer anal corresponde a Aristóteles (Laqueur 1994, 91). Aristóteles da dos respuestas a esta inquietud, una física y otra moral. Por un lado, Aristóteles afirma que la causa física que lleva a un hombre a gozar de la experiencia anal se debe a una malformación de sus genitales que impide que el esperma sea expulsado debidamente y hace que se concentre en la región del ano. Esta concentración de esperma en el ano provoca un deseo de gozar de la experiencia anal en relaciones pasivas. Por otro lado, Aristóteles establece que el deseo pasivo puede ser resultado de hábitos adquiridos en la adolescencia. Es decir, si en el marco de una relación pederástica un adolescente es penetrado sexualmente, cuando sea adulto deseará una relación sexual anal (Calame 2002, 144-145). Por tanto, para Aristóteles, las causas del deseo anal pasan bien por la patología bien por el vicio. Una persona sana, física y moralmente, no debería, según el planteamiento del filósofo, incurrir en este tipo de prácticas.
Vemos, pues, como el poder organiza los comportamientos sexuales en función de su mayor beneficio para la comunidad. Así, potencia determinados comportamientos sexuales y reprime o condena al silencio de la privacidad al resto.
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